martes, 4 de agosto de 2015

el presente

No podía con el odio que sentía. El enojo me subía por las piernas y me explotaba en la cabeza. Callada, sentada con los ojos cerrados, rodeada de más de sesenta personas haciendo lo mismo, y yo los odiaba a todos. Quise matar al maestro y a su sutil manera de lavarme la cabeza. La de todos los que estábamos ahí. Como boludos, siguiendo instrucciones que calaban hondo en el inconsciente, y todos ahí, siguiendo las órdenes. Me sentí una idiota y quise matar. Un odio me puso a dar vueltas como en una calesita en el pequeño jardín de esparcimiento que tenía en medio de los Himalayas. Había espacio para toda la humanidad, y los boludos estábamos encerrados en un espacio minúsculo. En silencio, escuchando lo más sutil de la esquizofrenia.

Caminé, caminé, caminé pisando con odio, olvidando si respiraba o no. Quería salir de ahí, quería salir de mí, quería volver atrás y dejar de buscar. Sonó el gong y me volví a sentar a meditar, como las instrucciones del maestro cuentan, como había firmado al entrar que haría. Presa, obediente, encerrada. Encerrada en el silencio que empezaba a soltar la vibración de mis voces más inconscientes. Odio, mucho odio y mucho dolor. Un dolor que calaba los huesos y que la técnica me permitía trascender, pero el esfuerzo era demasiado. Implosionar, eso quería, estallar como una bomba y que nos muramos todos, si total nos estaban cagando.

Odié, sentí un nivel de enojo que no me permitía sentir la verdad: estaba sentada en silencio con los ojos cerrados en un espacio de paz, rodeada de gente sentada con los ojos cerrados, navegando mar adentro. Mi mundo interno era un torbellino, una sensación horrenda de la que no podía irme. La técnica me proponía -o me obligaba a esta altura- a observarme en ese estado. Y lo hice. No me acuerdo ya cuántas horas de meditación duró ese rencor doloroso y cabrón, pero sí me acuerdo cómo se fue. Lo vi. Se lo llevaron de los brazos dos guardianes. Lo vi irse, sentí cómo mi corazón se calmó y sin que lo decidiera entré en gracia, en fe. Vi como mi enojo era una fiera negra que dos guardianes se la llevaban afuera.

Todo este tiempo pensé que esa porción de enojo de mi inconsciente se había ido para siempre en esa meditación, que había borrado de mí el enojo, que ya no podía odiar. Me la creí, mi ego se identificó con la yoguini en los Himalayas y listo, ahora se trataba de otros desafíos.

Otra vez me equivoqué y esta vez el encierro no me lo proponía nadie más que mi mente, que no me dejaba conectar con esa sensación tan fea que es sentirse dolido, enojado, lastimado por algo o alguien, esa convulsión casi necesaria de un instante de echar culpas, de sentir que otros son responsables del pesar que sentimos. Conectar con eso que los humanos todavía nos hacemos, nos lastimamos, a nosotros mismos y entonces a los demás también.

Volvía hace un rato de dar unas clases de yoga, de compartir mi práctica y me preguntaba, con gratitud a ese vicio sanador que adopté de navegar hacia adentro, por qué me sentía enojada y por qué estaba rechazando esa sensación. Me acordé del encierro de ese curso de meditación, de las ganas de matar al maestro que repetía que observe, que todo se transforma, "observá el dolor hasta que se disuelva" y me permití liberar las palabras, insultos y broncas que vengo reprimiendo hace unos días por miedo a generar más dolor. Me acordé de los guardias de mi alma llevándose a la bestia peluda del torbellino de mi mente. Recordé que vinieron cuando dejé de resistirme a sentir, a sentir físicamente dolor, a sentir mentalmente pensamientos que me generaban pena en el alma, impotencia emocional, angustia.

Decidí escribir este recuerdo presente, para recordarme la gracia de la impermanencia, la generosidad de la meditación, de la observación de las fluctuaciones de la mente sin reaccionar, no hacer para dejar se sentir, no hacer para que duela menos, no reaccionar a lo que mi esencia experimente. Y ver como la oruga se transforma en mariposa, ver como el odio, el dolor y el miedo, se vuelven silencio, paz y amor.