miércoles, 31 de octubre de 2012

Nada muy riguroso

Hace días que intento escribir un post sobre Camboya, pero la intención de que sea monotemático -no por aburrido, sino por dirigido hacia un sólo tema-, me supera. Me es imposible. Entonces acá va, asociación libre.



Camboya es de lo que se siente por el Sudeste, uno de los países con más folklore moderno. La dura historia reciente de un gobierno que asesinó a casi un cuarto de la población, la guerra civil, las ocupaciones extranjeras, de alguna manera lo convierten en un pueblo más despierto. Tienen esa chispita de saber lo que no quieren volver a ser y la alegría de haber cambiado. Bueno, esa es la sensación que da su gente, no su gobierno, pero ese es otro tema.

Al mismo tiempo, la riqueza de su variedad étnica, también hace que los rasgos camboyanos no sean tan definibles como las de otros países. Y, digo con alegría, los camboyanos tienen mucha sangre india. Las pieles morenas y los ojos negros viven por estas latitudes desde hace miles de años. Fueron hindúes, aunque hoy sean budistas, y a unos 10 kilómetros de Siem Reap, la ciudad más visitada del país, los templos de Angkor recuerdan la importancia que tuvo este país, que alguna vez dominó a sus limítrofes, que luego la historia hizo que lo invadieran.

Curioso el tema de los límites, los orígenes comunes y luego, las separaciones. Todos queremos ser distintos, de alguna manera, diferenciarnos. Pero si somos todos iguales, por ser parte de lo mismo, por permitir que los otros existan. Eso nos une y nos define como únicos y parte. Filosofía barata, dije que iba a tratarse de asociación libre.



Camboya ya me ha regalado grandes amigos, momentos en escuelas rurales que serán difíciles de olvidar, diálogos accidentados con monjes y locales que intentan hacer una diferencia para el futuro del país, caminatas quemadas por el sol por los templos más bonitos que haya visto y la más espectacular invasión de la selva sobre rocas puestas por el hombre. Camboya me regaló discusiones en las que tuve que argumentarme, donde hizo falta llamar a las cosas por su nombre y me ayudó a encontrar esa unión con el otro, ese ser uno mismo que no es más que ser lo que único que se puede.

Y sólo va una semana. Después de dormir debajo de un techo en un guest house -donde vivían más de 3 familias camboyanas y un par de decenas de turistas-, dentro de un mosquitero (los zancudos pueden ser canívales), practicamente al aire libre y, por lo tanto, sin mucha intimidad, la genialidad de Couchsurfing me tiene en un departamento genial en Phnom Penh, la capital. Tengo cuarto privado, living, cocina...y ventilador! Un verdadero lujo a esta altura de la travesía.



Y ahora dejo esta hoja para irme al museo del genocidio, Toul Sleng, y también visitaré los Killing Fields. Intentaré recorrer el pasado reciente de este país que según la ¨comunidad internacional¨ es de los más pobres del mundo con un PBI per cápita de US$ 380 en un país de 13,7 millones de habitantes. Sinceramente, no creo que el PBI mida realmente la pobreza, medirá la cantidad de plata dando vueltas; no hay dudas de que en Cambodia se puede vivir con menos dinero que en otros lados.




jueves, 18 de octubre de 2012

Viajera en camino

Desde que empecé a planear y pensar este viaje, me mantuve en contacto con personas que se definen o entrarían en la categoría de travelers. Con guía en mano, recorren, ven, miran y vuelven a casa con la mochila llena de nuevos lugares, de destinos, de conciencia de la inmensidad del mundo.
Quise ser una,  quise ver muchas cosas, quise pertenecer al grupo de personas que saltan de su cuna de vez en cuando, por mucho tiempo, a veces por pocos días, pero siempre con la confianza de que saben moverse, de que pueden sobrevivir en cualquier lugar, de que viajar es un arte popular, aunque guarde sus secretos.
Cuando llegué a India y a las 2 semanas encontré un lugar donde me quise quedar, y ese pueblo se transformó en mi hogar por 4 meses, por momentos me sentí frustrada, sentí estar renunciando a ser un viajera. No estaba viendo mucho, de alguna manera, me quedé quieta.
En esa quietud, sin embargo, pude practicar algo de disciplina en silencio. Aprendí una técnica milenaria para conectar con el todo, con cada uno de los lugares adonde un traveler llega, a conocer las distintas caras de algo que parece ser inmenso, pero que vive dentro de mí.
Hoy sonrío al pensar que viví el monzón en uno de los lugares donde más llueve de toda India, que miré por la ventana cómo la lluvia, las montañas y el bosque me protegían, me guardaban, me ayudaban a seguir viajando hacia adentro. Las tormentas que hacían las calles ríos y cascadas, las sanguijuelas que amenazaban mis tobillos, las plantas que brillaban de verdes, los amigos, que nos reuníamos bajo techo. El corazón se hincha y mi mente se calma. Seguro que ese fue un viaje.
Con el tiempo las lluvias menguaron y mis piernas estaban listas para caminar. Calculé que en el mes que me quedaba de tiempo podría ver alrededor de 6 o 7 lugares, quedándome en cada uno unos 4 días. Bueno, resulta que se transformaron en 3 destinos. Rishikesh, Delhi y Varanasi. Una semana en Rishikesh, otra en Delhi y más de 10 días en Varanasi. De nuevo, los tiempos no eran los de una viajera oficial. Los tiempos se transformaron en mi ritmo. En cada uno de estos 3 lugares me hubiese quedado varios días más, semanas o meses, pero cada uno fue una etapa nueva del recorrido. India es generosa como una madre primeriza, no descansa, no deja de estimular. En India aprendí a caminar.
Con muy pocas ganas pero por esas cosas en donde no hay con qué darle a las burocracias internacionales, tuve que irme del país. Mi visa vencía. Como el viaje se alargó y esto no estaba en mis planes, pensé en lo bien que me podría llegar a hacer el mar y el sol después de tanta nube, y decidí que Tailandia sería la siguiente estación. Llegué y lloré. ¿Dónde está mi chai? Me faltan los estímulos indios, me faltan las situaciones inimaginables en cada esquina, me faltan las miradas de ojos negros.
Pero como la vida no da puntada sin hilo, y porque tal vez el destino sea una fatalidad, después de dar un par de vueltas por Tailandia sin encontrar un lugar donde me sintiera cómoda, en el lugar menos pensado, en Pattaya, la ciudad del pecado ruso y la liberalidad tailandesa, encontré un pequeño hogar, un gueto de amigos rusos que viven entre la bohemia y el consumo, pero que me abrieron la puerta con un inglés limitado y un corazón enorme. Y me recuerdan mi origen eslavo y me enseñan palabras en ruso, y me explican el significado de mi apellido. Encontré mi ritmo, la cadencia de mi mochila, la búsqueda de mi ser que mi cuerpo intenta acompañar. La felicidad de ser una viajera y de estar encontrando el estilo propio. Pertenezco, sí, a mí son, pertenezco.