jueves, 27 de septiembre de 2012

Mi almuerzo o el reino de las vacas




Rishikesh no es un buen lugar para hacer picnics. Caminando hacia el ashram de Sivananda, paré en uno de los carros fruteros –una de mis imágenes favoritas de India es la venta de frutas y verduras callejera-, elegí dos manzanas rojas brillantes y bastante grandes. Son bastante caras, como 8 pesos argentinos el kilo, pero suelen valer la pena. Caminando por la avenida que bordea al Ganges y que va desde Rishikesh, hacia el Laksman Jhula y sigue siempre al lado del río hasta no sé dónde, pero muchos kilómetros, decidí comerme una de las manzanas. Por momentos siento olas de felicidad y esa mañana vino una grande. Pensando en qué generosa que es la vida, que país multidimensional es India, en qué calor que hace pero no importa. En eso un mono se me acercó y me miró de frente. No dudé un instante en darle más de la mitad de la fruta prohibida, digo, mordida.

Más tarde, crucé el puente desde Sivananda hacia el lado izquierdo del río, donde están los ashrams más populares y antiguos. Paré en otro carro y compré dos mangos bien dulces y aromáticos. Los mangos son una de las maravillas indias que hay días que me atrevo a compararlos con la perfección del Taj Mahal. Tengo siempre un cuchillo en la mochila para comidas express -o porque siempre ayuda, los indios son 1100 millones; en todo el país calculo que habrá 100 mil cuchillos-.El tema es que  con el mango en la mochila y la bolsa con almendras y pasas de uva que compré por poca plata en un local con bastante polvo, me fui a caminar cerca del Ganges. En un ghat (esas escaleras que bajan desde algún templo al río, muelles sagrados), me senté en un escalón a mirar cómo una familia se bañaba, a chusmear escenas de la cotidianeidad hindú.



Una almendra, dos almendras, 3 pasas de uva y ver que una vaca marroncita y bien bonita viene caminando impune hacia mí. Mirándome a los ojos.¨Vaquita sagrada, tomá, te doy un poco de mi comida. Sos una reina¨, pensé mientras le tiré una porción un tanto amarreta. Rápido se mandó una fruta atrás de la otra con cara de ¨vos no entendés el sistema social indio¨, avanzó hacia mí inquisitoria mirando la bolsa en mi mano.Claro que mi devoción y respeto por la mitología hindú se terminó cuando la sensación era que este animal me estaba pidiendo demasiado. Me levanté y caminó atrás mío. Una mujer con saree (vestimenta típica hindú) y sin inglés que vendía ofrendas para la diosa Ganga fue la intermediaria. Palo en mano le explicó a la vaca que tenía que irse conforme con lo que había recibido.Thanyevard (gracias en hindi) a la mujer y a la India por las geniales experiencias. Que no terminan.



Volviendo al asunto del cuchillo, después de que la vaca que no era de Humahuaca me movió de mi almuerzo, seguí caminando. Me tapé con un chal made in India que me regaló mi hermana en Buenos Aires y me mezclé entre la gente. Y empiezan las sensaciones, los colores de los sarees, la sonrisa de los sadhus.Seguí caminando hasta una playa sobre el río donde habíamos estado haciendo yoga, jugando y sacando fotos con Werner y Thomas –mis amigos de Vipassana- e Ivetta, una checa de gran cuerpo y corazón que se nos sumó a último momento. Ese día también me engañó mi ansiedad y cuando quise poner un pie en el agua terminé metida hasta la cintura. Frescura sagrada para mis piernas.Volví a ese lugar, entonces. Las vacas más remolonas se juntan ahí, en la arena a hacer lo que hacen en esta encarnación. Miran relajadas alrededor porque saben que esta vida que les toca hoy no es para andar preocupadas.Me alejé lo suficiente de ellas. Porque ellas saben. Con la mochila bien cerrada para que el olor a mango impregne las hojas de mi cuaderno y no las narices de las lecheras, encontré una roca que me gustó. Primero, patitas al agua y namasté al río. Después, almendras, pasas y mango. Saqué el cuchillo y corté un lado del mango. Dulce, dulce y jugoso. La clave para comer mango sin plato es hacerle unos cortes a lo largo y otros transversales una vez abierto, así se puede disfrutar a mordiscos sin necesidad de meter la nariz adentro ni de tocarlo con manos de higiene dudoso. Simplemente lo das vuelta como a una sopapa. Y lo mejor, cuando queda disfrutar de la pulpa que queda prendida del carozo terminando con las manos llenas de jugo y felicidad.Después de enjuagarme las manos en el río y de paso dejar al agua que bendiga la pulsera que Werner me regaló y el único anillo que me traje de viaje (el mango de un tenedor hecho círculo que me compré en el mercado de San Telmo), me senté a comer mi snack de frutas secas. El río corre rápido e hipnotiza. De pronto miré hacia mi izquierda y detrás de un grupo de jóvenes indios reunidos en una roca más grande y alta que la mía, venía ella. Esta vez, blanca pero igual de intensa. Directo a mí, digo, a mi almuerzo. Con cara de dejar una ofrenda en un templo le tiré, con respeto –tendría que haber escrito arrojé- las cáscaras del mango que ya había pasado a mejor estado (para mí). El carozo no se lo di, me pareció que podría atragantarse. Ella lo masticó como a un sugus azul. Me intimidó su tranquilidad. Me inquietó. Me paré.Me pareció que ya podía arrancar de nuevo, no fue por la vaca, en serio, ya había estado suficiente tiempo mirando el agua correr. En  serio. Elegí salir por la entrada donde unos sadhus dormían la siesta. Al final de las escaleras un joven rengo de camisa azul y verde me sacaba una foto con el celular. Seguramente ahora tiene la foto de una vaca blanca persiguiendo a una petisa de pelo corto.Esa noche cené puertas adentro.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Las dos tazas de Delhi


Creo que no me di cuenta de que se trata India hasta que llegue a Delhi. Como en Buenos Aires se respira aire centralizado, Delhi atesora –esa es la sensación- el contraste de ricos y pobres, de príncipes y mendigos. Bueno, ya se, también es una ciudad ecuménica por excelencia y, a pesar de lo superpoblada, es muy pacífica. Pero los pobres están che, y los ricos también.

India Gate - Domingo por la tarde

Recién llegada y sin dudar destino, tomé el metro –digno de capital rica- hacia Chadni Chowk, el centro neurálgico de los bazares indios. Para un lado el mercado de ropa, para el otro el de flores y por acá el de especias y frutas secas. Todo fue caminar y caminar, y agrego, caminar y caminar entre hombres sudados y mirones, pero sonrientes y casi respetuosos, entre motorikshaws y bike rickshaws (taxis bicicleta), entre bolsas de mercadería, carros y vacas. También basura, también mujeres desgranando choclos en la vereda y entre otros que, cansados de cargar peso en la cabeza, se echan como pueden a dormir a la sombra.

Así, exactamente como muestran las películas y los programas de televisión de viajeros con sponsors. Eso es en el medio de Old Delhi, así que si el caos permite mirar hacia arriba –aunque hacerlo signifique indefectiblemente chocarse con algo o alguien- edificios antiguos improvisan nuevos pisos entre paredes que delatan los siglos y cables que confiesan lo inesperado del supuesto desarrollo. Se hace lo que se puede entre la multitud. Cada uno hace lo que puede y todos sonríen. Bueno, casi todos.


Y yo hice lo que pude. Y pude caminar por perdí la cuenta cuánto tiempo. Las fotos no reflejan en lo más mínimo lo que me divertí mientras los muchachos posaban para mi cámara. Tanto estímulo me desbordó y quise capturar todo y todo no es posible. Después de alrededor de dos horas sin descansar un minuto, paré en un puesto a comprar castañas de cajú y vi un banco de plástico vacío. ¿Me puedo sentar por un momento? Claro. Y veo que los que atienden toman chai de unos vasos de plástico de 7 centímetros de alto como mucho que parecen de manteca. Entonces me atreví a preguntar en donde podría conseguir uno para mí. ¿Chai? A los segundos tenia uno de esos vasos gnomos en mi mano.


Tome unas castañas y el chai hirviendo calmó mi cansancio. Nos miramos con los muchachos, pero no nos entendimos. No importa. Cuando me fui quise pagar el té y se rieron. Hasta luego, gracias, sonrisas, fotos.

Unos días más tarde, después de recorrer el Khan Market –un algo como Palermo Soho delhiano- seguí el recorrido top y me metí en el hotel Imperial a probar el famoso High Tea. Hacía mucho que no andaba por pasillos con tanta gente elegante y otra gente que no es elegante pero que es muy rica. Reuniones de negocios por allí, familias de vacaciones por allá, y marchen un Indian Assam Premium por aquí. Thank you so much.



Indian Assam (no milk, thank you) y sándwiches vegetarianos (llegaron a mi mesa jamones y salmones pero mi vuelta al lujo no incluye la ingesta de carne animal. Garcón, por favor, llévese ese plato), Indian Assam y scone con manteca y mermelada de naranja, Indian Assam y tarteleta de uvas, y eclaire de chocolate…Indian Assam…Bombón de chocolate blanco y limón, ¿y ahora qué? Té verde con jazmín. Té verde con jazmín y lectura, té verde con jazmín y me escribí este artículo pensando en que a Mary Kramer podría interesarle compartirlo.
Uno y el otro día un té y su contexto. Alrededor mío se hacían negocios por millones. En uno, por la masividad del mercado; en el otro por la dimensión de los negocios de unos pocos. Al primero me lo regalaron y me prestaron un banquito de plástico, en el otro me trataron como a una reina por 90 pesos argentinos con sillón y mesa máximo confort y mozos de sonrisa servicial. Nada mal, ni el uno, ni el otro.
Confieso: me quedo con las frutas secas, un chai azucarado y mis piernas cansadas. Es que no lo puedo evitar, soy como Crónica, firme junto al pueblo.